Cada 30 de agosto la Iglesia Católica en Perú celebra a Santa Rosa de Lima, patrona de América y Filipinas. En ese país esta celebración tiene rango de fiesta litúrgica, es día de precepto y es también feriado civil.
En todo el mundo, los peruanos recuerdan a su santa patrona con procesiones, misas votivas, liturgias, oraciones y cantos. Quienes residen en la ciudad de Lima peregrinan a su santuario -su antiguo hogar, ubicado al lado del templo que hoy lleva su nombre- para dejar sus peticiones y solicitudes por escrito, envueltas como cartas, que son arrojarlas al pozo donde ella sacaba agua para su hogar, ubicado en el jardín central del recinto.
La rosa más bella del jardín
Isabel Flores de Oliva nació en Lima (Perú) el 20 de abril de 1586 y fue bautizada el 25 de mayo de ese mismo año. Aunque su nombre era Isabel -puesto en honor a su abuela materna-, una india que servía a la familia empezó a llamarla de cariño “Rosa”, debido a la belleza del color de sus mejillas. Poco a poco, esa forma cariñosa de tratar a la niña sería adquirida por sus propios padres -aunque su uso se limitó inicialmente al entorno familiar-.
Rosa recibió una esmerada educación, marcada por una intensa formación espiritual. Fue en ese proceso que tuvo noticia de la figura y legado de Santa Catalina de Siena (1347-1380), a quien admiraría el resto de su vida.
A los once años, ‘Rosita’ tuvo que mudarse con su familia a Quives, pueblo ubicado en las serranías de Lima, a consecuencia de los problemas económicos acarreados por el fracaso de su padre en la explotación de una mina. Ciertamente, fueron tiempos difíciles para los Flores de Oliva, pero también de profusas bendiciones.
Una de ellas sucedió en 1597: Santo Toribio de Mogrovejo, entonces Arzobispo de Lima, en visita pastoral a Quives, le administró el sacramento de la Confirmación. De acuerdo a la costumbre, el confirmando podía recibir un nuevo nombre. Isabel pidió el de “Rosa”.
Crucificada con Cristo
Al cumplir los 20 años, Rosa regresó a la capital del virreinato con su familia. La joven trabajaba buena parte del día en el huerto y durante la noche cosía ropa para las familias pudientes, con lo que ayudaba al sostenimiento del hogar. A pesar de esas dificultades, era una mujer que irradiaba una paz y una serena y modesta alegría. Para entonces, ya dedicaba muchas horas a la oración y a la práctica de la penitencia.
Su intenso amor por el Crucificado la inspiró para hacer un voto de virginidad perpetua. Ese amor crecía tanto más cuanto se esforzaba por asistir a misa con frecuencia y recibir la Eucaristía. Con naturalidad, su alma se fue abriendo a la dimensión mística y a la contemplación. Rosa, casi sin darse cuenta, se había convertido en signo de contradicción para una ciudad frívola y con una identidad cristiana cada vez más opaca.
En ese sentido, Rosa enfrentó abiertamente la suntuosidad y la ostentación. En una ocasión, su madre le hizo una corona de flores y se la puso en la cabeza. La madre quería lucir a su hija en un evento social. Como Rosa no se sintió cómoda con la situación, presionó una de las ramas de la corona, clavándose una de las horquillas; había decidido hacer del incómodo trance una ofrenda de amor. Esa fue para ella una ocasión de penitencia.
Rosa aprendió a aprovechar este tipo de circunstancias para unirse a Cristo sufriente, solo, sangrante, abandonado. Cuando una mujer halagó alguna vez la suavidad de sus manos y la finura de sus dedos, apenas pudo se cubrió con barro. Ese tipo de reacciones, difíciles de hoy, respondieron a una lógica muy particular: Rosa era muy consciente de cuán difícil es dominar el amor propio y la vanidad, así como preservar el corazón exclusivamente para su esposo, el Señor Jesús.
Rosa realizaba intensos ayunos y pasaba las noches en vela haciendo oración por los pecadores, especialmente por aquellos que se cerraban a Dios. Se sometió a rigores físicos y a distinto tipo de mortificaciones, siempre con el deseo de alejar de sí las distracciones, ofreciendo lo que hacía por los más necesitados.
A pesar de que sus padres intentaron casarla, ella se negó y defendió aquello que entendía como una vocación. Así, el 10 de agosto de 1606 ingresó como Terciaria en la Orden de Santo Domingo, inspirada por Santa Catalina de Siena, su “maestra espiritual”. Por sugerencia de un sacerdote dominico, aceptó que la llamaran Rosa de Santa María.
Mística y caridad
Con la ayuda de su hermano Hernando, construyó una ermita en un rincón del huerto de su casa, donde oraba y se mortificaba. En su soledad, de jueves a sábado, comenzó a tener experiencias místicas de diverso carácter. Jesús, el amado, le permitió, por ejemplo, conocer los sufrimientos de su Pasión.
Por otro lado, siendo cierto que Rosa pasaba gran parte del tiempo recluida en su ermita, no fue menos cierto que se las arreglaba para salir siempre a la iglesia de la Virgen del Rosario, o para atender a los enfermos abandonados y a los esclavos maltratados. En medio de esas labores fue que conoció a San Martín de Porres, con quien compartió el mismo afán de asistir a quienes, por su sufrimiento, eran otros Cristos, escarnecidos y llagados. Ambos santos se hicieron buenos amigos, compañeros en el ejercicio de la caridad.
Y es que Rosa tenía el alma ardiendo de amor por Dios y los hermanos. Se cuenta cómo su tono de voz cambiaba y su rostro se encendía cuando hablaba de Él, de su esposo místico; lo mismo que cuando se ponía en presencia del Santísimo Sacramento, o cuando comulgaba. Por supuesto, nada de esto la eximió de las incomprensiones, las burlas de muchos, de alguna falsa acusación o de un rumor maledicente. A ella nada de eso la perturbaba.
Como fuese, de forma inevitable, los limeños empezaron a reconocerla, amarla y a ver en ella una luz que irradiaba santidad, alguien que embellecía e iluminaba la ciudad.
Protectora de Lima
En 1615, un grupo de piratas quiso atacar la ciudad de Lima; eran hombres atraídos por las leyendas sobre sus tesoros y riquezas. Estando sus barcos anclados frente al Callao, Santa Rosa y otras mujeres fueron a la iglesia de la Virgen del Rosario para rezar ante el Santísimo Sacramento y pedir a Dios que librara del saqueo a la ciudad.
La santa se quedó delante del sagrario con ánimo de protegerlo. Un par de días después, corrió la noticia de que el capitán de la embarcación pirata había muerto, y que el barco se había retirado. Los limeños, entonces, ya no tenían dudas sobre ella: esto había sido un milagro y Rosa su intercesora.
Últimos años
En sus últimos años de vida, la salud de la santa decayó mucho y tuvo que ser recibida en casa de una familia de esposos muy piadosos, Don Gonzalo de la Maza y Doña María Uzategui. La pareja la consideraba como una hija y velaron por ella por casi tres años, hasta el día de su muerte.
A pesar de su débil salud, Rosa oraba así: “Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la misma medida tu amor”.
Desposorio místico
En 1617, el Domingo de Ramos, ocurrió su “desposorio místico”. Mientras oraba delante de la Virgen del Rosario, el Niño Jesús le dijo: “Rosa de mi Corazón, yo te quiero por esposa”. Ella le respondió: “Señor, aquí tienes a tu inútil esclava; tuya soy y tuya seré para siempre».
Hoy, en la Iglesia de Santo Domingo, en el centro de Lima, se conserva la loseta sobre la cual estaba de pie la santa cuando sucedió su desposorio.
¡Santa, Santa!
Santa Rosa de Lima murió el 24 de agosto de 1617 a los 31 años. Los funerales movilizaron a toda la ciudad. Entre los asistentes estuvieron altas autoridades eclesiásticas, políticas y el Virrey de España en Perú. Pero no solo ellos, estaba el pueblo que pugnaba por entrar a la casa de los de la Maza al grito de “santa, santa”. Muchas personas se acercaron al féretro en el que yacía su cuerpo para arrancar un trocito de su hábito y preservarlo como reliquia. Otras tuvieron que ser dispersadas por la guardia del Virrey porque llegaron hasta arrancarle un dedo del pie.
Santa Rosa fue sepultada inicialmente en el claustro del Convento de los Dominicos, pero su cuerpo después fue trasladado a la capilla de Santa Catalina de Siena en la iglesia del Rosario. Su cráneo se encuentra hoy en la iglesia de Santo Domingo -ubicada a unos pasos de la Plaza Mayor de Lima- junto a los cráneos de San Martín de Porres y San Juan Macías.
El lugar prominente de la mujer en el anuncio del Evangelio
Rosa de Santa María fue canonizada por el Papa Clemente X en 1671, con lo que se convirtió en la primera santa de América. El mismo Pontífice la declaró patrona principal del Nuevo Mundo (América), Filipinas e Indias Occidentales.
En 1992, el Papa San Juan Pablo II, de visita en Perú, dijo que la vida sencilla y austera de Santa Rosa de Lima era “testimonio elocuente del papel decisivo que la mujer ha tenido y sigue teniendo en el anuncio del Evangelio”.